Lars von Trier no es alguien complaciente con la industria. En esta ocasión, su puesta en escena bebe del teatro de Bertold Brecht e introduce la figura de un narrador omnisciente que va conduciendo el relato, a la vez que distanciando al espectador de la historia para que pueda reflexionar partiendo de lo que ve. Estructurada en un prólogo y nueve capítulos, y con un solo escenario en que las casas se reducen a una línea pintada en el suelo que delimita unas paredes y unas puertas inexistentes, el director busca la complicidad del espectador, para que con su imaginación construya el entorno en que se mueven los actores.
Con esta película, Lars von Trier logra una nueva obra maestra, aclamada en Cannes por la crítica aunque no obtuviera galardón alguno, y también en la Seminci en la que sirvió para levantar el telón en su última edición. Su extenso metraje –tres horas de duración– y su sentido abstracto y simbólico no impiden disfrutar de esta nueva radiografía del alma humana, yendo de la mano de una joven princesa que un día descubrió la cruda realidad y la mezquindad que puede alojarse en lo profundo del hombre.
Crítica de Julio Rodriguez Chico - en www.labutaca.net
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